¿Cómo es posible que el gobierno más capitalista de la historia contemporánea argentina siga siendo incapaz de convencer a los mercados de la sostenibilidad de su política económica? La negociación con los gobernadores no puede cerrarse con promesas. La falta de credibilidad es enorme.
Ganar elecciones es una tarea sumamente compleja, sobre todo ahora ya que la revolución digital requiere contar con equipos sofisticados de especialistas en redes sociales, big data, etc. Sin embargo, gobernar ha sido siempre muchísimo más difícil. Sobre todo, teniendo en cuenta el monumental desafío que implica hacerlo en un país como la Argentina, acostumbrado por décadas a vivir como si fuera mucho más rico y desarrollado de lo que en efecto es. Más aún, la combinación de una herencia diabólica y un equipo de gobierno nuevo y en gran medida inexperto, apoyado por una coalición política también reciente y no del todo consolidada, completaron un cuadro de situación de tal magnitud que fue imposible hasta ahora promover inversiones productivas genuinas de magnitud, dada la incertidumbre y la preocupación que genera el país. Tanto para nosotros como en el extranjero, tanto en términos absolutos como relativos (es decir, en relación a otros países de la región y del mundo emergente).
Cambiemos siempre se caracterizó por proponer una oferta discursiva basada en la esperanza, el optimismo y una visión del desarrollo basado en la gestión y la despolitización de la arena pública. Hastiada de la saturada épica confrontativa y anacrónica en materia ideológica, una leve mayoría de votantes se inclinó en el 2015 por respaldar esa propuesta en las urnas.
Teniendo en cuenta el resultado de las elecciones de medio término de octubre y comparándolas con las de dos años antes, el oficialismo aumentó su base electoral en casi un 20% desplegando una estrategia de campaña con aquellos mismos ejes. Que impregnaron, asimismo, el programa inicial del gobierno de Mauricio Macri: las cosas iban a mejorar mucho y rápido con relativamente poco sacrificio. Casi como una de esas dietas que se promocionan en octubre para llegar al verano espléndido, con los abdominales marcados, listos para usar sunga.
Teniendo en cuenta el resultado de las elecciones de medio término de octubre y comparándolas con las de dos años antes, el oficialismo aumentó su base electoral en casi un 20% desplegando una estrategia de campaña con aquellos mismos ejes. Que impregnaron, asimismo, el programa inicial del gobierno de Mauricio Macri: las cosas iban a mejorar mucho y rápido con relativamente poco sacrificio. Casi como una de esas dietas que se promocionan en octubre para llegar al verano espléndido, con los abdominales marcados, listos para usar sunga.
Pasados treinta tres meses de gestión, la dura realidad le jugó una mala pasada a los ingenuos estrategas de comunicación del oficialismo. Con una economía en serios problemas, escándalos de corrupción sin precedentes que afectan sobre todo a la oposición pero rozan también al oficialismo, es imposible sostener el mismo discurso en un contexto en el que hasta el votante más fiel de Cambiemos admite cierto grado de desilusión.
Surgen, entonces, nuevos interrogantes tanto en la estrategia de comunicación del gobierno como, fundamentalmente, de cara al proceso electoral del año próximo: el Presidente Macri está obligado por las circunstancias a implementar un programa de ajuste que implica sacrificios y muchas más malas noticias por bastante tiempo. No tiene opción: es eso, o el caos económico que siempre buscó evitar. ¿Puede, acaso, con esta novedosa “épica de la austeridad”, pretender seducir votantes? Hay pocos antecedentes positivos en el mundo y, sobre todo, contradice los pilares programáticos que hasta ahora había impulsado primero el PRO y ahora Cambiemos.
Mauricio Macri no parece tener opciones: para poder aspirar a ser un candidato competitivo el año próximo, o al menos pretender que alguien de su espacio lo reemplace con chances serias de ganar, necesita ser un presidente full time hoy. “Qué lindo que es dar buenas noticias”, inmortalizó Fernando De la Rúa cuando consiguió el blindaje en diciembre del 2000. Lástima que los presidentes pocas veces puedan darlas.
La campaña permanente
Los especialistas en comunicación electoral aseguran que en la política contemporánea, los líderes están permanentemente haciendo campaña. De poco importa el calendario electoral, el ciclo económico, las prioridades de política pública: lo importante es sumar votos, o al menos mantener la base electoral. Por eso, la falta de plan estratégico tiene entonces una explicación: la clave es ganar, no tanto (ni principalmente) gobernar. Estos conceptos se pusieron de moda en los países desarrollados, que tienen un montón de problemas, incluso económicos (el desempleo juvenil, por ejemplo, en Europa; la inequidad distributiva y la crisis de la “vieja” clase media en EEUU), pero al menos alcanzaron un nivel de ingreso per capita de entre tres y cinco veces más grandes que el nuestro.
Lamentablemente, el costo de sesgar la agenda de gobierno a lo que sugieran las encuestas o demanden en el corto plazo los ciudadanos puede ser muy significativo en términos de retraso al desarrollo en los países como la Argentina, que arrastra una decadencia de más de siete décadas y necesita de reformas estructurales para volver a ser competitivo y recuperar la expectativa de prosperidad.
Hasta la crisis cambiaria estallada a finales de abril, Macri había optado por seguir a rajatabla los manuales de comunicación electoral y por eso priorizó su perfil de candidato permanente. Prefirió no compartir con la sociedad un diagnóstico fiel y descarnado del desastre que heredó del anterior gobierno: no era recomendable, le decían sus asesores, bajonear a una opinión pública que en su mayoría veía con optimismo las eventuales prestaciones que podía hacer el nuevo gobierno. De este modo, el gradualismo implicaba una apuesta a minimizar los esfuerzos y apostar a que el tiempo, la buena suerte y el mercado financiero global impulsaran y sostuvieran una transición que, en principio, podría durar todo el primer período presidencial.
Pero la idea del paso a paso, aunque generaba serias dudas dentro y fuera de la Argentina, tentaba sobre todo por motivos políticos: el 2017 constituía un turno electoral fundamental para consolidar Cambiemos y “asegurar”, o al menos aumentar mucho las chances de reelección. Luego de ese turno electoral, que fue muy exitoso para el oficialismo, muchos se esperaban, sobre todo en el mercado financiero, una agenda de gobierno mucho más focalizada y sincera. Ya se había logrado ratificar el apoyo de la ciudadanía, ratificar la legitimidad de origen, fortalecer la autoridad presidencial. Se había acumulado una cuota muy interesante de capital político. Era hora de invertirlo en una agenda de reformas acorde con los desequilibrios macroeconómicos acumulados durante el kirchnerismo e incrementados, por acción y omisión, en los primeros dos años de Cambiemos.
Nada de eso sucedió. En rigor de verdad, ocurrió exactamente lo contrario. Lejos de aprovechar el momentum post electoral, el Gobierno pretendió suavizar aún más el ritmo de las reformas, sobre todo en materia de reducción de la inflación. De este modo, el denominado “reformismo permanente” planteó un horizonte de reformas aún más acompasado, casi secular, que suponía que el mundo seguiría dispuesto a financiar ese largo proceso de cambio.
A partir del 28 de diciembre pasado, con la desafortunada conferencia de prensa donde quedó vulnerada la independencia del Banco Central, se disparó una ola de desconfianza en los mercados que, lejos de amainar, no deja de profundizarse. El peso se devaluó casi el 70% en ese lapso y se desplomaron el valor tanto de los bonos soberanos como de las acciones. Es decir, somos muchísimo más pobres como país que hace ocho meses.
Si bien es cierto que la terrible sequía que azotó a la Pampa Húmeda tuvo consecuencias desastrosas en el sector externo (menos dólares genuinos para una economía que los que demanda de manera desenfrenada, sobre todo para consumo suntuario, pagar el servicio de la deuda y continuar importando energía), la dura corrección que está haciendo a su manera la economía ratifica los errores de diagnóstico, la indolencia y la falta de humildad que ha caracterizado a esta gestión.
Pero la idea del paso a paso, aunque generaba serias dudas dentro y fuera de la Argentina, tentaba sobre todo por motivos políticos: el 2017 constituía un turno electoral fundamental para consolidar Cambiemos y “asegurar”, o al menos aumentar mucho las chances de reelección. Luego de ese turno electoral, que fue muy exitoso para el oficialismo, muchos se esperaban, sobre todo en el mercado financiero, una agenda de gobierno mucho más focalizada y sincera. Ya se había logrado ratificar el apoyo de la ciudadanía, ratificar la legitimidad de origen, fortalecer la autoridad presidencial. Se había acumulado una cuota muy interesante de capital político. Era hora de invertirlo en una agenda de reformas acorde con los desequilibrios macroeconómicos acumulados durante el kirchnerismo e incrementados, por acción y omisión, en los primeros dos años de Cambiemos.
Nada de eso sucedió. En rigor de verdad, ocurrió exactamente lo contrario. Lejos de aprovechar el momentum post electoral, el Gobierno pretendió suavizar aún más el ritmo de las reformas, sobre todo en materia de reducción de la inflación. De este modo, el denominado “reformismo permanente” planteó un horizonte de reformas aún más acompasado, casi secular, que suponía que el mundo seguiría dispuesto a financiar ese largo proceso de cambio.
A partir del 28 de diciembre pasado, con la desafortunada conferencia de prensa donde quedó vulnerada la independencia del Banco Central, se disparó una ola de desconfianza en los mercados que, lejos de amainar, no deja de profundizarse. El peso se devaluó casi el 70% en ese lapso y se desplomaron el valor tanto de los bonos soberanos como de las acciones. Es decir, somos muchísimo más pobres como país que hace ocho meses.
Si bien es cierto que la terrible sequía que azotó a la Pampa Húmeda tuvo consecuencias desastrosas en el sector externo (menos dólares genuinos para una economía que los que demanda de manera desenfrenada, sobre todo para consumo suntuario, pagar el servicio de la deuda y continuar importando energía), la dura corrección que está haciendo a su manera la economía ratifica los errores de diagnóstico, la indolencia y la falta de humildad que ha caracterizado a esta gestión.
¿Cómo es posible que el gobierno más capitalista de la historia contemporánea argentina continúe siendo incapaz de convencer a los mercados de la sostenibilidad y consistencia de su política económica? El Presidente ratifica a diario su compromiso personal para bajar el déficit fiscal. Avanzan a tientas las negociaciones con los gobernadores con una apuesta sin precedentes en términos de austeridad: alcanzar la meta del 1,3% para el año próximo implica una reducción del presupuesto que es, en términos comparativos, el doble de lo que propuso Ricardo López Murphy en abril del 2001 (duró dos semanas en el cargo). Evidentemente, la falta de credibilidad es enorme y no puede cerrarse con promesas, visitas de funcionarios, ni siquiera con el acuerdo con el FMI.
La incertidumbre electoral tampoco ayuda, pues 2019 se presenta como una elección muy competitiva. Es decir, como no está en absoluto asegurado el triunfo de Cambiemos y no se conocen programas, equipos ni siquiera candidatos firmes en el espectro opositor; el mercado financiero mira con enorme preocupación el escenario argentino. Ajeno a este nerviosismo, ignorando las preferencias de quienes hasta hace poco eran sus colegas, muchos funcionarios del gobierno prefieren continuar la polarización con CFK, al margen del escozor que produce en el mercado.
Sergio Berensztein
TN.com.ar
Show me the money
Inmortalizada en la película Jerry Maguire, la frase "showe me th money" (muéstrame el dinero) sintetiza lo que pretende el mercado financiero para frenar la huida de activos argentinos. Se trata de una suma relativamente acotada para un país como la Argentina, unos 7,5 billones de dólares, pero que sin embargo produce la suficiente incertidumbre como para justificar la venta de activos. Como no tenemos hoy acceso voluntario a los mercados (se cerró esa posibilidad a comienzos de año, mucho antes de las turbulencias generadas por Turquía, Brasil o la guerra comercial entre EEUU y China), es necesario buscar opciones. El gobierno las está evaluando y no se descarta que haya novedades próximamente, sobre todo si el acuerdo con la oposición moderada para aprovechar el presupuesto no es suficiente para modificar el actual escenario, aunque oficialmente se mantiene el discurso continuista.
La incertidumbre electoral tampoco ayuda, pues 2019 se presenta como una elección muy competitiva. Es decir, como no está en absoluto asegurado el triunfo de Cambiemos y no se conocen programas, equipos ni siquiera candidatos firmes en el espectro opositor; el mercado financiero mira con enorme preocupación el escenario argentino. Ajeno a este nerviosismo, ignorando las preferencias de quienes hasta hace poco eran sus colegas, muchos funcionarios del gobierno prefieren continuar la polarización con CFK, al margen del escozor que produce en el mercado.
TN.com.ar
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